Campana

Cuento corto, 2016 (actualizado)

No son pocas las personas que disfrutan de la noche. Cada vez, los nictófilos, en su afán de cobijarse de la luz del sol, encuentran nuevas formas de utilizar ese tiempo para su beneficio. Sin embargo, en un mundo siempre apresurado y despierto como el de hoy, conseguir una actividad de este corte es bastante fácil. El problema es el pasado. Antes, tenías las opciones reducidas.


Este caso es bastante especial.

Él tenía por lo menos tres cuartos de vida en su memoria. Cuando su cuerpo cedió a los años y no pudo seguir sirviendo a su patria, los traumas insómnicos de guerra le hicieron percatarse que jamás se libraría de sus violentos pensamientos. Era la condena de los veteranos. Puedes dejar de sangrar, pero siempre recordarás el dolor. Desde que le dejó importar el sexo llevaba la barba larga y desaliñada, no todos los días se aseaba y siempre vestía las mismas prendas. El había tenido una familia, destruida completamente tras la muerte de su hija y posteriormente, de su esposa. Nadie conocía de dónde, venía ni su historia, solo que su oficio lo ejercía desde hace mucho tiempo. Lo tildaban de loco, pero tenía una mente fría y equilibrada. Valiente y calculador. Era idóneo para su trabajo en ese lugar tan misterioso.

En su tiempo, la medicina iba a paso de buen cristiano. Los sacerdotes intentaban curar enfermedades con agua y fe. Los científicos eran tachados de blasfemos y cazados como a ratas que llevan la peste. A él no le interesaba ese tipo de temas. Era un hombre de acción. Un hombre de acción que jamás se alejaría lo suficiente de la muerte. Llevaría a todos a un santo descanso, mientras sus almas se regocijaban ante la luz de un dios en el que él dudaba.

Sepulturero.

Justamente este apego a Dios y no al hombre lo que llevaba a muchos errores al momento de dar por muerto a un ser humano. Podría despertar en medio del velatorio en una oda en vida a Lázaro. O podría hacerlo estando bajo tierra. Una muerte horrible y desesperanzadora. Para evitarlo, los ataúdes tenían un mecanismo que permitía saber si el "cadáver" se movía. Se colocaba una soguilla en la mano del difunto que conectaba con una campana en un pequeño poste al lado de la tumba. Así, entre más se moviese, mayor atención captaría y el sepulturero podría sacarla a tiempo. Claro, también había un tubo por donde podrían comunicarse. Práctico y un poco aterrador.

La historia empieza en la oscuridad de un noche con la luna sonriente y casi ausente. El cementerio era su hogar. No era tan espacioso y su visión alcanzaba para abarcar toda su extensión. Amurallado en piedra, con una entrada simple, mas elegante con un prefacio en latín. Las tumbas estaban distribuidas una al lado de la otra, formando líneas que finalmente llenarían el gran cuadrilátero. El césped pisoteado era el único atisbo de vegetación, además de un viejo roble cerca de la entrada. Había una pequeña capilla que se caía a pedazos, con las telarañas y el polvo más presentes que el Espíritu Santo. Al medio de todo el campo, una pequeña caseta donde dormía, comía y vivía el sepulturero. Era raramente estético de día, sin dejar de ser tan siniestro de noche.

Él tenía los ojos cerrados. Con los brazos cruzados, sentado en su silla y recostado contra una de las paredes de la caseta. Cada cierto tiempo abría un ojo para dar una revisión al panorama. Los búhos ululando interpretaban su música somnífera. Su pala descansaba a su lado, como una vieja amiga. Poco a poco, le costaba más volver a ver sus terrenos, Morfeo le invitaba a un juego de apuestas "rápido y sin pierde". Pestañeó antes de aceptar. Su mente quedó en blanco. O en negro, como sea de tu agrado.

Ding, ding, ding.

Abrió los ojos de golpe, su silla tentó ceder ante ese movimiento.

Ding, ding, ding, ding, ding.

Tragó saliva y tomó su pala. Pateó la puerta de la caseta. 

Dingdingdingdingdingdingdingding.

Apresuró el paso, gruñendo por lo bajo. Era la primera vez que le sucedía esto.

Al arribar al lugar de llamado, gritó, decidido, pues no tenía que notársele la duda e incluso, algo de miedo: "¿Qué sucede?". Abajo, al escuchar sus palabras, dejaron de moverse. La tumba de piedra bien tallada señalaban que era miembro de una familia adinerada, las flores en sus jarrones eran nuevas y sin fragancia, por el olor neutro que respiraba la tierra de cadáveres. Leyó en el epitafio, mientras tardaba en hablar, su nombre: Violeta. El apellido le hizo fruncir el ceño, casi como si fuese una no tan agradable coincidencia. "¿Cómo pregunta qué sucede, señor, si estoy sepultada? Por favor, sáqueme de aquí, estoy asustada". Imitando una voz solemne, dijo: "Lo lamento, mi pala está muy oxidada". La chica respondió casi inmediatamente: "¡Sáqueme de aquí!".

"¡Lo siento!", exclamó, con una entonación casi cómica. "No puedo ayudarte". La chica parecía aumentar su desesperación e ira, deshumanizándose en su cárcel de madera. "¡Eres sepulturero! ¡Debes sacarme de aquí, patán! ¡Eres un idiota! ¡Un inhumano! ¡Una bestia!", su voz era cada vez más oscura, el sepulturero sostuvo su pala con más firmeza. Vio alrededor la gran cantidad de tumbas y sus campanas, en silencio. La única que repiqueteaba era la que tenía al frente, en un chirrido exasperante. Estaba decidido, comenzó a reír fuertemente, con ganas, con control y poder. Nada perturbaba la noche, tras su extraña reacción. Respiró hondo, con la cruz de su cuello entre los dedos.

"Ay, cariño, me encantaría poder ayudarte, pero si bien no recuerdo todos los cuerpos que yacen junto a ti, tengo sentido común", por un momento, creyó escuchar las respiraciones agitadas dentro del cajón. "Podría sacarte de ahí, si no llevaras más de dos siglos muerta", su pala dio un golpe seco al poste, que cortó la comunicación y permitió a la campana dar su última nota contra la asquerosa tierra sepulcral.

Antes de que cayera el tubo que servía de conexión, el ser bajo tierra dio un último grito, casi inaudible: "¿Padre?". El hombre sonrió, sabiendo que ahora era el único ser que vería empezar y terminar la vida en la Tierra.

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