Tacones (+18)






Cuento corto, 2016 (actualizado)

"Demonios, preciosa, estás tan buena". Su voz era única. Raspada y viril. Profunda e irreconocible.

Sus piernas eran el paraíso. ¿O era el espacio entre ellas? Sus pechos prominentes robaban miradas a aquellos que sabían y a los que no sobre su desempeño laboral. ¡Qué hablar del fin de su espalda! ¡O de su cabello fácil de agarrar! ¡O de los labios siempre rojos! Sus ojos tenían la lujuria en la pupila y la inocencia en el cristalino. Rodeados de una abusiva y exagerada sombra de algún color llamativo. Recibía la admiración y deseos perversos de cuanto hombre la mirara, pero ella seguía sintiéndose tan incompleta como la noche en que aceptó trabajar por su cuenta para poder comer. Ahora, con dos o tres hombres en su cama por día, el dinero debía acabar en las facturas correctas.

Ella no había decidido esta vida.

Sus tacones negros golpeaban la acera como quien toca insistentemente la puerta del infierno bajo sus pies. Su cuerpo cubría lo mínimo para no recibir una denuncia. El top alto tenía un escote glorioso y su falda de cuero ceñida a sus anchas caderas no solo atraían gritos de canes con una perra en celo cerca. Sin ser ofensivo, claro. Se dirigía a la esquina "su esquina". Los faros de las calles a esa hora siempre la protegían como unos brazos jamás pudieron hacerlo. Estaba acostumbrada a la suciedad de esa ciudad en gris. Volteó la calle para llegar al punto de encuentro. 

Ahí, apoyado sobre una pared de concreto repleta de afiches de una fiesta en un prostíbulo cercano, se encontraba hombre de mediana edad vestido de forma excéntrica. Su barba de sátiro y su bigote de asiático con desorden genético demostraban la injusticia de la testosterona. Él llevaba una camiseta sin mangas y con un pantalón de chándal moderno blancos. Un gorro hawaiiano por más que el sol se encuentre al otro lado del mundo y un fajo de billetes que crecía por cada pareja que se acercaba a él. Hablaba con un acento cubano, pero era nativo de la selva de concreto a su alrededor. El intercambio de palabras fue rápido. Hace algunos años, la chica pudo haber asegurado que era su amigo, pero actualmente a nadie le importaba su salud o sus miedos. Todo desde que dejó de ser menor de edad. El "padre" de las chicas no la trataba como lo había venido haciendo. Ya no era su "osito" o su "pequeña niña". De nuevo tenía un nombre, extraído del punto de intercepción de dos calles cercanas. Como siempre en este negocio tan rentable, la mayoría de edad indicaba tu destino como propiedad de tu proxeneta. Un objeto, para ser exactos.

Esta vez, tenía un tipo de pacto distinto. Le había informado que tenía a un cliente especial esperando por ella en el edificio dedicado a la obra hereje. Llegó a la puerta e ingresó con el permiso del portero. Subió las escaleras percudidas, con uno que otro condón usado en el suelo. Escuchaba gemidos y exhalaciones desde habitaciones varias. Pan de cada día, coro de ángeles sexuales. Pensó en quién era aquel que tendría en la cama esa noche, por curiosidad pura. En lo personal, no le agradaba no poder hablar directamente con aquellos que deseaban atravesar sus labios y luego su boca. La seducción era la parte más importante del cortejo para nuestra chica, le hacía sentir mujer como ningún caballero podría haberlo hecho. O al menos, lo que ella estimaba era un caballero. La memoria refrescó su mente insomníaca. Se llevó el calor de las paredes, la luz neón y los gritos fingidos de la orquesta del orgasmo.

"Demonios, preciosa, estás tan buena". Él vestía saco y corbata. Fácilmente era quince años mayor. Todo un caballero mientras ella estaba sobria. Todo un varón mientras ella estaba sana. Empero, las cosas habían sucedido demasiado veloz esa noche. Más veloz que otras noches. Ella había mentido a sus padres para asistir a ese agujero en las arterias pútridas se la ciudad. Buscaba una experiencia única. Con su anfitrión, llegaron a un punto en que exclusivamente las hormonas, hablaban. Le susurraba al oído mientras su mano bajaba por su vientre de la forma más sedienta de humedad posible. Sin embargo, la chica seguía moviendo las caderas, más ansiosa que insegura. Estaba ebria y drogada como solo ella podía estarlo. Sintió como era ultrajada en medio del cuchitril, con la música a todo volumen y un miembro entre sus glúteos. El empujón y la caída no se sintieron tanto. Estaba en el suelo, el hombre la levantó del brazo y la llevó a su coche. Nadie movió ni un dedo por ella. Nadie se percató de lo que sucedía. A lo mucho podía hablar. Las lágrimas se le enjugaban en gritos de dolor y de maldito incontenible placer. El hombre de la forma más tosca y egoísta del mundo, la poseía. El dinero podía todo y en este caso, pudo más. Mucho más. La niña jamás olvidaría sus grandes ojos opacos que escondían algo más grande. Algo más oscuro. El sexo más ardiente de su vida. Literalmente. Ningún hombre después de él pudo igualarlo. ¿Razones? Incomprensibles para su joven mente. La magia de sus quince años no la llevó a ningún cielo.

Regresó en sí misma. Algo alterada. Revisó en su espejo de mano si no había grandes bajas en su maquillaje. Apretó con más fuerza el bolso que cargaba y siguió caminando hasta la habitación. Tocó la puerta, como quien llama a un príncipe.

La puerta se abrió sin que alguien se acercase a hacerlo, en un chirrido metálico incómodo. Sobre la cama, el dueño de los ojos opacos. Ella estaba paralizada. Cuando el ser comenzó a transmutar en una criatura con largos cuernos, cola vacuna y piel de magma, se acabaron sus recuerdos claros.

Fuego. Fuego. Fuego.

Despertar no fue lo más difícil. Ya conocía la sensación. ¿Dos veces en una sola vida? Yo les daré la respuesta. Nada más ni nada menos que un íncubo. Demonios sexuales que violaban mujeres para dejarlas con un regalo único. Aquello que no pudo dejar. Aquello que lo había obligado a regresar. Su vagina estaba cubierta de ampollas y liberaba pus. Su útero parecía un horno en llamas. Su cabeza tenía algo desconectado. Se retorcía entre las sábanas incineradas. Era un espectáculo repugnante.

En su vientre, la cría afilaba sus garras.

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